“El desprecio dolorido y el poema ilimitado”

Como si el tiempo fuera otra derivación del arte, no en contraposición. A Berta le hubiera gustado decírselo aquel día en que lo miró, o tal vez no porque la frase hubiera sonado desde luego afectada como artificiosa, impostada, cuán forzada, reconsideró ella.

    En aguardo de grey de firma ceremoniosa pero animada de libros, con varios de sus libros en las manos lectoras, ella, y cuyo nombre por mera coincidencia, literaria como la debía ser, llevó al personaje del texto, lo contempló con el cigarrillo compasado a momentos y también por eso le hubiera querido mencionar que el mejor tabaco de todo el mundo, sin duda, provenía del oriente de Cuba, de la isla del balcón dantesco entre Luisa y Miriam de “Corazón tan blanco”; y que en “A Midsummer Night’s Dream” pareció Shakespeare en voz feérica al verano poner con olor a tabaco, “una corona odorante de dulces capullos”. Y que el personaje de Calibán de “La tempestad” tenía como etimología el Caribe, y de ahí el término caníbal. Pero ella prefirió no decirle nada, sólo la gratitud por la firma en el anverso de la portada del título hermoso. 

Le dijo, sí, que su nombre era el del personaje porque su padre, otro emigrante laboral de los años sesenta, partió a Canadá y ella allá nació, en la provincia de Alberta, donde creció y por eso, anglófona por causas natales, era como él una oficiante convencida de la traducción, de las actividades más nobles, como el autor así lo aseveró, quiso recordar Berta, o si no recordó, cuando supo de instante inopinado que Marías había muerto, a punto de no haber pasado, como si no esa falta y no quedar.

Hubiera preferido citarle a Paul Valéry, quien acerca de la traducción comentó que ésta a las virtudes de buena matrona romana debía semejarse. Hablarle de que la dedicación del escritor y la del traductor eran conformes. El portento del lenguaje, el arte poético de la narrativa, la prosa como obra en sí misma, musageta, incierta. Tal, sin embargo, hubiera dado la loa superlativa, casi apodíctica, volvió a dudar Berta. Para decírselo, pese a los dos ser traductores, ser autores. 

Referir ante él un Madrid casi ficcional, qué exceso, además de afirmarle que la diferencia entre el inglés oxoniense y el de Canadá occidental era un océano que se tornaba en continente sólo. Comentarle así, pues fascinada, a la vez circunspecta, púdica, tratando de moderarse.  

Al saber de su desaparición, tomó el teléfono, el adminículo de grabación, la lámpara casi circense si orbicular, segura de sí misma. Leyó con voz firme y natural una cita de “Corazón tan blanco”, su predilecta, “last but no least”, con el barbarismo pero sin la diglosia, tampoco el elogio ni el énfasis.

Cargó en la red fotográfica, algún día holográfica, vocinglera sobre todo, la grabación. Algo de Luisa alzando un pañuelo del suelo, sus pasos ecoicos y únicos dentro de la memoria abismada y además, el perfume nuevo. Algo pequeño, mas para ella inexhaurible de leer, de componer, más de leer.

Berta entonces recapacitó en la visión poco satisfecha de la simpleza que se impuso sobre la contemporaneidad de, de hecho, esas redes, de libros comerciales, aunque no literarios, que se mercaban en esa masividad, según el autor lejos, por tal cada vez más entregado a la concepción personal. De la puerilidad, del exhibicionismo, del papanatismo, de la venalidad que él apostrofó como obligación de sensato, de escéptico. Del presente caduco anticipadamente, comparó Berta. De hacer plástico a Shakespeare, con Hamlet en Nueva York u Otelo de mujer depresiva o Romeo y Julieta en años de los Beatles y Woodstock, denostó el autor. Del desprecio que doliendo, dolorido entonces, se hallaba con la página a escribir cual triaca. O a leer.

En esa tradicional sesión de firmas y repleto, el hábito amable del nombre manuscrito, si no la fiereza editorial o la índole voluntariosamente académica, a ella le hubiera agradado contarle que en una librería cerca de estación del metro, tres años antes de morir, su padre, el gran filósofo, le sonrió. Que una escritora, una poeta guatemalteca de nombre Margarita Carrera, a la que Berta conoció durante luengo viaje trasatlántico, había llegado como exiliada a Madrid durante los años ochenta, huyendo de una muerte certera durante la dictadura matarife de su país y que hallando empleo en la RAE, conoció ahí a Julián Marías, a quien ella nombró como hombre gentil, empático, generoso, solidario con ella y su condición, como ser humano de una integridad y bondad sabias.

Le hubiera querido preguntar ese día, la única vez que estuvo delante de él, sobre la ópera satírica de Rorem y Koch, “Bertha”, si la conocía. Si sí, su crítica. Si no, no decir más, estaba claro. Hubiera querido preguntarle sobre el texto, los personajes, la motivación, el argumento. Pero, sabía ella, de ningún modo. Porque con haberlo leído bastó para justamente eso, leerlo, lo único verdadero delante de un gran escritor; para hacer cierto lo que el Shakespeare de Javier Marías creó para pronunciación de Polonio en "Hamlet", el arte, el poema ilimitado.

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