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 "A Leonardo, encabritado como musa de castalia y pata de jilguero"     El hirviente calor estival de Sevilla, si no el de África como émulo, mientras que de orilla contrapuesta, un canto sombreado y mirífico de la Giralda y verso que evocó, si el estío por tal en la férvida ventana coruscante, del lírico andalusí Al-Tutili como en estuco y sobre pavo real de África (del Congo) que llegó a guisa de regalo áulico a Sevilla un verano en peana damasquinada. Se alejó de la ventana que revelaba a lo lejos la Giralda ambarina y al ventilador pendido apresuró. José recibió la llamada del amigo ebanista con quien en el taller colaboraba. Consistía el trabajo en artesonado, estructura para techo de 35m2 en que José debía tallar relieves en orlas, figuras de caballos en la madera. La fecha de entrega, el fin del verano. El pago, uno más que bueno para autónomo y el “Riders Jockey Club”, el comprador tras presupuestos rumbosos.     La mañana sofocante cuando el ebanista, “el astillero”,
  “Pedro y el lobo de peridoto y ámbar en arcazón, gárrulo”   Que reste herencia fuera balance de sobrantes. Lo aseveró sentencioso el padre longevo y los tomó a ellos, sus cinco hijos y doce nietos, a un viaje dispendioso y por lo tanto, trasatlántico como debía ser para que fuese pródigo. Lo importante como en todo viaje sería el regreso, habló el octogenario; les enfatizó a todos ir con él, planeó el periplo por años ideal, minuciosamente. El primogénito y más parco, Pedro, sabía que se sufragó a expensas de la herencia que no habría de recibir ninguno de ellos. De heredad vendida y saldos hasta entonces inamovibles y títulos de mermas o réditos de los que no quiso reparar más de la cuenta, más que en la cuenta. De ahí la dilapidación provino, según Pedro disconforme y resquemores dinerarios callando, los más larvados. Él casi no visitaba a su padre. Sin embargo, Pedro entendió el viaje a guisa de despedida. Sí, si aquél, uno impagablemente deparado. Como no todo fuera verda