“Pan para los demás”

Los recuerdos, como las propias tardes a destiempo de entonces, más se apuraban a principio de año. Los años hacia los años fueran otras tardes pasando. El comienzo hablaba de la partida, sin embargo. Las fechas, se le dijo una y otra vez y al no saber cuándo.

Desde lejos, el recuerdo aún olía. Después de la distancia y evocarse el perfume del té que caía preciosamente oscuro, contrastando con las albicantes cerámicas que bordearon manteles anticipados de días dichosos. Siendo niña, el pan sabía a vivir. Ella no lo probaba desde hacía meses atroces.

El primer día del sitio, las alarmas ensordecedoras, las radios ominosas, los aviones horrísonos, los mayores miedos, los silencios mortuorios, las inconcebibles Waffen-SS. El té negro oliendo a la memoria porque sí, porque ir y partir mientras que su madre hablaba que todos los Daniltsev murieron de inanición en el pequeño apartamento de arriba, siendo la última en morir la joven y encrespada Larisa, que fue hallada ososa.

Un atardecer más al permanecer allí, en el aguardo renovado de las noches vernales. Caía la noche y no hubo más resolución que ser tardío y callar. Tenía 93 años. Sólo pensó, o si no recordó, cómo Tolstoi relató vísperas brumales del zapatero descreído que forró una Biblia por encargo pío y entre la vaqueta y el sueño entrevió que la fe lo visitaría a él, a un viudo, un padre de hijo muerto, un viejo, en la forma de la penuria, el hambre y la candidez; por eso, la caridad no cobró tras el pope sino dos layas a cumplir, el desamparo, la bondad. El cuento se lo narró su padre, quien murió en el frente, en el año 43, muchas veces.

Esa primavera cumpliría ella 94 años. El olvido que se tornó en aquejamiento no la apartaba del pan del año 1945 como si fuera el único que hubiese comido, del rescate de la ciudad devastada, de las flores incipientes de abril en Arzamas. Ni tampoco de la angustia por el pan para los demás mientras miraba desde la ventana el mar venerando de Odesa y las primeras genistas del año delante de su vista menoscabada de anciana.

Como pudo, despacio, tomó el bastón y se acercó al televisor, lo apagó. No recordó dónde dejó el control remoto, de ahí que debió levantarse del asiento para desactivar aquel aparato. El noticiero malamente agorero y sus voces gárrulas la distrajeron de lo importante y apremiante, el adorado piano en que intentó tañer, a pesar de que en ocasiones olvidaba su propio nombre, las teclas que la llevaban a Shostakóvich a la vez que citaba a Gógol, el cielo, la estepa, el río, el trigal, el camino, el pan de Dubno durante el asedio que volvía a narrar Gógol. 

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