“Pedro
y el lobo de peridoto y ámbar en arcazón, gárrulo”
Que
reste herencia fuera balance de sobrantes. Lo aseveró sentencioso el padre
longevo y los tomó a ellos, sus cinco hijos y doce nietos, a un viaje
dispendioso y por lo tanto, trasatlántico como debía ser para que fuese pródigo. Lo importante como en todo viaje sería el regreso, habló el
octogenario; les enfatizó a todos ir con él, planeó el periplo por años ideal, minuciosamente.
El
primogénito y más parco, Pedro, sabía que se sufragó a expensas de la herencia
que no habría de recibir ninguno de ellos. De heredad vendida y saldos hasta
entonces inamovibles y títulos de mermas o réditos de los que no quiso reparar
más de la cuenta, más que en la cuenta. De ahí la dilapidación provino, según Pedro
disconforme y resquemores dinerarios callando, los más larvados.
Él
casi no visitaba a su padre. Sin embargo, Pedro entendió el viaje a guisa de
despedida. Sí, si aquél, uno impagablemente deparado. Como no todo fuera
verdad, mas eso sí, a los cuatro o cuatro meses y medio, más lo último, de
haber vuelto del viaje, un día propio de plomizo, de estío, sucumbió
apaciblemente el anciano así, solo y sin despertar desde el lecho suspenso.
Piso memorioso allí, de dos ambientes donde el silencio no debió dilatarse más,
no pudiera oírse más soledad. Allá hubo ventanas lumbrosas, por supuesto, de
horizonte si promisorio por feraz, por arbóreo, paradójico. Aquélla fue la
única sucesión recibida de consuno con sus cuatro hermanos. Los dos espacios.
Además, cerca de ventana y en jaulón de arcazón colgante de ebanistería
torneada y siempre abierto, el loro que cuidó cuánto su padre yendo con ese inmueble. Estuvo con el desaparecido por 36 años al graznar, al semejar dentro del
jaulón pendido casi ficción.
Oyó
Pedro cómo el loro repetía los nombres de sus padres, de los dos como si no
hubieran muerto quizás, o acaso así lo oyó o quiso oír aquél. Debía sobrevivir el
loro al dueño como la mejor ironía vindicatoria de la jaula, lo aseveró el
anciano. “Hasta 80 años viven, tienen más expectativas que muchos”, agregaba, sonrió
franco como elegíaco.
Verde
y amarillo, su padre lo llamó “lobo de peridoto y ámbar”, de la coloración alegórica
y porque el ave emuló aullidos cánidos que circuían la vecindad y sobre todo,
ya que el loro evocativo repetía varias palabras sueltas de versos de “Los
motivos del lobo”, de Darío, de recitaciones pertinaces del fallecido. De ahí
que le enseñara con parsimonia más versos a recalcarse. Más de cien palabras diferentes
que el ave articulaba con factibilidad cadenciosa; la mayoría, de poemas,
poesía, arte.
Tras
aullar chirriante o referir al muerto, o si no a simientes por pábulo,
“Francisco de Asís”, “corazón, lis”, “sangre, robo, lobo rabioso”; “duros colmillos,
corderillos”; “fiera, verle, feroz, dulce voz…”; “de Nuestro Señor, hermano
lobo…”; “aire arisco, hermano Francisco”. Tras imitar risas, “epitafio,
sangrienta luna”. “La mar recomenzando”. “Soneto, Violante”. “Rosa es sin
porqué”. “Sueles, en la saeta”. “El arte, Ítaca”. “Sauce de cristal”. “Musgo
amarillento, álamos cantores”. Por próxima ventana del sitio a medio vaciar, reproducciones
de pinturas de Lempicka de por medio, igual que fotografías en blanco y negro
familiares y entrañables y de edificios art-decó, litografías enmarcadas en
bastidores desvencijados de más cuadros como “La tempestad”, de Giorgione,
“Luis de Góngora”, de Velázquez, y “La Madonna del canónigo Van der Paele”, de
Van Eyck; y un pequeño busto de bronce del músico Mahler, el loro delante de
Pedro insistía aún así: “Nuestras vidas, los ríos, dar en la mar”. Aullaba y
cabeceaba como autómata de relojería paródica.
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