“No
la mar sino el beso aguarda al viajero”
Le
habló sonriendo que donde terminara la tierra, empezase la noche y con aquélla,
el sueño. Señaló el poniente. Pero para ella el dedo extendido y rugoso de Yago
indicó más la marea cadenciosa que el véspero bermejo. Toda la distancia
liberada en el valle lindante, la montaña, el bosque especioso, la llanura
cultivada, el río edénico y la mar, sin estropeos de edificaciones baladíes y
monetarias de por medio.
-Indeed, scallops shells not being thought
aside -expresó Yago, entonces ella pidió que lo dijera en gallego, que habría
de sonar sensual en gallego porque aquél fuera país así, sensual. Él se refería
a las vieiras, las veneras que revestían las costas. Las consideró prueba del
mar galaico. Ella, interesada sobre la índole jacobea de las vieiras, agregó
que siendo el plato típico de su estado natal en Nueva Inglaterra, las tomaba
como ingrediente nutricio, y además el ajo, la col y el vermú blanco con ellas.
Sirvieron
las veneras como la señal de haber concluido el peregrinaje al cenotafio, le
afirmó Yago. Por ello, los peregrinos las llevaban de vuelta consigo, asidas
del final de la tierra, del último occidente. Medievalmente, ya que algo así
sentía ella oyéndolo, el umbral hespérico del Océano, el más atardecido,
pronunció él con la suerte de imaginar.
En
otra versión confesional, continuó Yago, quien se divertía narrando, el ataúd
del apóstol naufragó siendo traído desde Palestina a la inhumación deparada como
precedencia misionera y emergió en costas, cubierto de vieiras y mirificando. Leyó
él de hagiografía, de leyenda por poco áurea, que también se conoció que del
rescate de un jinete en playa que la procela abatió provino la relación
malacológica. Ella alzó una venera espumante de ola.
-Callaecia pubem -habló Yago y lo oyó la
mujer como en lengua gallega.
Mientras
tanto, mencionó él, Diodoro Sículo, fundándose en Estrabón y Posidonio, señaló
las islas del Océano frente a Iberia, encima de Lusitania, abundosas de estaño
para la aleación broncínea, las islas Cassiterides que durante siglos y algo
más se creyeron las Cíes delante de Vigo, el confín atlántico donde holló Julio
César la boca oceánica, el jardín de las Hespérides y las manzanas de oro. La
cercanía con el mar confinado, que muchas veces de hecho conmoviera a guisa de despedida
(“Hipólito”, de Eurípides). Más allí, donde los dos estaban contemplando el mar
crepuscular de bronce y oro, como si Hércules estuviera a punto de cortar las
manzanas doradas frente a ambos, describiéndole a ella Yago el cuadro que de
eso pintó Rubens o si no, el taller de Rubens más que Rubens, aunque en
especial, el Hércules Farnesio para el pintor amberino o su taller o inclusive
para Yago, quien pintaba y solía pensar en cuadros continuamente porque quiso o
debió.
Entonces
miró en sentido contrario al mar, exponía sobre la catedral de Santiago. El
frontispicio erizado en el espacio tangible y a la vez, apartado de él,
suspendido de honda y al mismo tiempo, fluctuante verticalidad y de las torres
hieráticas, llamas, fisuras y ortigas, aseveró Yago.
Embelleció
el trazo del Maestro Mateo los cimientos. A desproporciones al devenir en
desconcierto reconocible. Arriba, el tímpano ondulante y el contorno petrificado.
En esa gliptoteca y en pensamientos de canterías se tornó la desolación que
Almanzor dejó en el santuario, añadió él; detalló la aceifa repentina y
punitiva que destruyendo Santiago, abdujo como relato por el cuantioso saqueo
en peculio y cautivos y ruinas catedralicias. Almanzor, nombre de personaje de
ópera de Meyerbeer, “El exilio de Granada”; y también personaje del drama “The
Conquest of Granada”, de Dryden, caviló Yago, que hubo de regresar a otra
pintura, una de Durero, de Santiago con la vieira colgada y similar a la muerte
del grabado del caballero y el diablo.
Comentó
ella que nada espiritual hubo en la peregrinación que recién conocía, mas antes
intuyó como secularización la marcha recreativa y el entrenamiento físico. De
aquel modo lo convino él. “Seguir adelante en sí es un acto de fe, como
enamorarse”, repuso ella. Por eso era que sin fe, sin confianza, sin fidelidad,
no había cómo enamorarse, ni por qué.
Bajo
el inveterado puente de piedra, los dos se besaron y en ese momento, otra vez, César
y Heracles alcanzaban las pomas de oro en las ínsulas de las Hespérides, Rubens
al Hércules Farnesio rehízo, el Maestro Mateo esculpía sus pasos leves en
Santiago, Almanzor quemaba, Meyerbeer compuso, Dryden recreó líricamente la pérdida
de Boabdil y Durero plasmaba la vieira pendiente del apóstol de montaraz barba.
Como
recordó él, guardó esa venera dentro del bolso ella. La vieira, beso de la mar.
Habían pasado cuarenta años. Aunque allí se hallaban, el mismo lugar del primer
beso y la vieira, lo supuso Yago, hacía poco tiempo la había alzado Magill, que
iba donde fuera él y que dejó todo para estar con él, fascinada por cada
instante junto a él, cada cuadro en que la pintó, la había alzado recién de las
olas espumosas, a la misma vieira acaso aún chorreante.
Comments
Post a Comment