“Aplicación ferroviaria para lector melancólico”
Había
de arte la divergencia contemplada entre cada una de las veintisiete letras en
español, que ilimitadas a toda parte discurrían, que todo lugar contenían, cada
vez y a cualquier parte por pasar y si no, ninguna vez.
Ni
entusiasta ni efectiva, el rezago etario que se predecía la orilló al desuso de
la tecnología ambigua. Un papel y un lapicero no adolecían de fallos
sistémicos, expresó como justificación. Mas la aplicación oficial del
transporte de vía férrea, supo, permitía comprar, gestionar y cancelar
billetes, administrar abonos de viajes frecuentes, guardar billetes
virtualmente sin el soporte impreso y consultar todas las rutas, tarifas,
noticias y localización instantánea de vehículos. El auxiliar de a bordo
intentó explicarle cómo la aplicación informática optimó la prestación del
tren. El teléfono de ella, más caro y más de vanguardia de lo que él hubiese
supuesto como propio de mujer de esa edad, bien por precio o por predilección,
lo desconcertó. Le enseñó con paciencia sincera. Agradecida, ella le regaló
libro en que anotó la frase del párrafo precedente, escrita con letra difusa.
Cuando
le dio el libro encuadernado con cuero punzó y título gofrado en dorado, le
indicó que ella era jubilada de la docencia, que alfabetizó volitivamente en
reconditez rural durante la dictadura pese a ser vista con recelo; que si
jubilada impartía, para hallar ocupación más que por estipendio, aún cursos de
inglés a púberes y adultos por igual.
El
auxiliar de a bordo denotaba pesadumbre e indolencia. Apagado, displicente y
como si los días no fueran disímiles, los de él. Un joven envejecido. Ella, en
cambio, le sonreía y a su prótesis dental maculaba lápiz labial marrón. Él la
ayudaba a bajar en la estación. Pasajera frecuente, a él le hablaba de Roma: un
día, la nereida sobre engendro marino que el escultor talló con un oleaje
verista, mármol pero undoso; luego se refirió a las “Elegías romanas”, de
Goethe, por Rea Silva caminando al margen del Tíber; otra ocasión, un mural de
Pompeya que representara el vuelo lene de Ícaro; otra vez, un día pluvial,
recordó él, la anciana comparó “El carnaval romano”, de Berlioz, y ventiscas nemorosas;
también describió los arcos, muros curvos, frisos y umbrales opulentos del
Hipódromo de Constantinopla. Él la oía y de él, su paciencia acumulativa.
Al
hablar la anciana, a pesar de que el auxiliar de abordo semejó estar sin ver lo
que le rodeaba, su hastío, su indiferencia, Roma emergía delante de él, los
emperadores de toga púrpura, los fastos palaciegos, los templos ciclópeos, las
épicas virgilianas, los caminos ubicuos, las joyas inconcebibles, las estatuas vívidas,
las legiones vadeando el Tajo y el Rin y el Tigris y el Nilo.
Le
obsequió ella pronto el segundo tomo del mismo libro. Él se perdió leyéndolo
por días. No pensó más en las deudas, la frustración y la mesticia, ni en que
antes habían sido cuatro personas a bordo, aunque entonces por los recortes,
sólo dos, quienes hacían las mismas funciones.
En
el libro, una dedicatoria. Hubo dos quizá. “As
your most pleased friend” y su
nombre, la primera. La segunda si no de dedicatoria, relato que él no
entendió por ser monolingüe: “At an earlier time a
long-gone king allowed himself excessive self-praise for the most astonishing
labyrinth he ordered to build of rain. Those who would dare to enter it would
wander and get lost trough its rainy paths. A yawning forest there, his
kingdom. Soon he sought after a snowed one on high mountains. He was yearning
that snowy, linen marvel, then he saw flight in flocks. It wasn´t the wistful
king no more, but gauzy birds and all behind while whirling clouds and some
sudden singing”.
El tercer tomo se entregó para cuando él no
estaba más deprimido. Haber leído los dos anteriores le cambió la consciencia. Anotó
ella en la contraportada: ”él, que no salió de torre en Burdeos, fue a todas
partes, a cualquier otra”. Le había regalado los tres tomos de los “Ensayos”,
de Montaigne.
Un día, la anciana no fue vista más en el tren. De semanas a meses y esa misma ausencia dejada atrás. Intrigado, él buscó con su nombre y las cercanías de la estación referencia alguna en la red. Halló una dirección. Al llegar, otra mujer, la hija de quien le dio los textos, le dijo que la demencia senil de la anciana había empeorado, que se temía un extravío o peligros mayores. Por eso no salía más. Aquélla había hablado de él, pero todo le hizo suponer a la hija que era una alucinación más, otra incoherencia de las que solía repetir la madre.
Esa noche, de regreso a su vivienda como un pasajero más, él leyó en el tren la insania que lamentó Montaigne, del poeta Tasso como lo encontró recluido en hospicio de Ferrara, artísticamente irrecuperable.
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