"A Leonardo, encabritado como musa de castalia y pata de jilguero"


    El hirviente calor estival de Sevilla, si no el de África como émulo, mientras que de orilla contrapuesta, un canto sombreado y mirífico de la Giralda y verso que evocó, si el estío por tal en la férvida ventana coruscante, del lírico andalusí Al-Tutili como en estuco y sobre pavo real de África (del Congo) que llegó a guisa de regalo áulico a Sevilla un verano en peana damasquinada. Se alejó de la ventana que revelaba a lo lejos la Giralda ambarina y al ventilador pendido apresuró. José recibió la llamada del amigo ebanista con quien en el taller colaboraba. Consistía el trabajo en artesonado, estructura para techo de 35m2 en que José debía tallar relieves en orlas, figuras de caballos en la madera. La fecha de entrega, el fin del verano. El pago, uno más que bueno para autónomo y el “Riders Jockey Club”, el comprador tras presupuestos rumbosos.

    La mañana sofocante cuando el ebanista, “el astillero”, le mandó 37 tablas de cedro que pesaban 340 libras, que encajaban mensuradas cual rompecabezas minucioso, se coló al taller por la ventana rútila jilguero leve, acaso huido del calor ígneo de 43 grados fuera de sombra. Observó José que en pata del ave hubo dos anillas, una de dos letras inscriptas y otra con dígitos, 20-191-519.

    Los números orillaron a fecha. En el taller guardaba el catálogo de la exposición alusiva a los quinientos años de la muerte de Leonardo, del Louvre. Ahí miró figuraciones datadas, relacionó José.

    De Vasari leyó que Leonardo solía comprar aves en los mercados y las liberaba, que para eso las compraba sólo, soltadas de encierros. En el texto de Leonardo “Códice sobre el vuelo de los pájaros” pensaba, y además en la refutación de la ingesta cárnica que el polímata por antonomasia preconizó y cumplió.

    Esculpiendo, entallando de pie, yaciente, sentado, inclinado, de mañana, día, noche, caballos rampantes, alzados, corcoveados, cabalgantes por la madera que cincelaba, más se agotó José mientras a él, ya de alegoría, con la sien perlada de traspiración, el hálito atosigado y las manos prestas, Leonardo reanudaba trazar dubitativo, febril como de precipitación fulmínea, perplejo como esforzado, perdido de hermosura irresoluta. Demás creación, casi metáfora, le había formado la idea inmensurable del caballo, el tordo yendo ilimitado, líneas necesarias que el mismo pensamiento obró hasta olvidarse la figura equina porque vista de cuanto punto, recreada cada vez, verdad compuesta. Y así, sin ir a la proximidad de tulipas incandescentes, sólo por la penumbra que sanguina, bistre, tinta de quema y filo argénteo detenían bajo el llar y su rescoldo, rocín en corveta, los brazos al aire, el caballo andando, todo el arte de la belleza incierta, más que belleza. Pues no bastaba lo sempiterno, caballo más delineado que en el papel de estraza plasmaba la imagen verista y fabulada a un tiempo por eso, preciada para Leonardo. Inusitado esquicio en pericia demostrada con el plectro, según apariencia y rasgos, vuelto caballo alzado si su fuerza, corpulencia y gracia inquirida. Con otra vacilación sabia, pese al ensayo y yerro de otrora y cuántas veces patentes y repuestas, tomó el cartón carbonoso, puntillista, cotejó cuartilla en que bosquejaba y humedeció la pluma retajada en frasco de azófar antes de razonar nada más vertiginoso. Cuando el delineamiento y el sombreado fueron sentidos, el corcel del duque Ludovico o uno del salón mediceo se incorporó lírico, como cabalgata tras el Arno meditabundo, y reclamaba acepciones de la equitación del campanario de Giotto y de los caballos antiguos del cenotafio plutónico para Mausolo ante el pintor dedicado.

    A punto de descollar oriente, la lontananza colorió el pincel rufo, discurriendo la brisa viñatera; olió a estío y severidad toscana de procela por advenimientos montuosos y le hizo pensar en caballos deslumbrantes de los opulentos hermanos Deglanoszi, enjaezados de tisú, que Leonardo siendo menor seguía a estanques de Toiano y el Roglio y ahí, a retiro nemoroso, contempló el agua con lúbrica exposición que escindía y cortaba el trépido nado voluptuoso de visión y adoración por los Deglanoszi y pajes apolíneos, estatuas del Belvedere cual estelas indelebles, abrevando los caballos bajo haz límpido, pleno.

    Tras dobleces de campanas tañidas a la aurora, aún creaba el caballo y así abajo, tropel bullente que irrumpía, la arcada espejada de los Pitti que se entrevería por la ventana. Empezó a bullir el sol galopante. Haciendo los caballos, el arte completado, con un trazo intrincaba la crin, la grupa, como si de sus líneas saliera el relincho, la admiración, el resplandor de los belfos espumantes, el cuello grácil como si por primera vez y vuelto a curvar y recomenzando, ansiando quizá la semejanza especiosa y por azar generoso, de repente, abarcando el caballo de caballos, la exactitud, el verso inspirado, la escultura ecuestre de Milán y el fresco marcial de soldados y gesta montados en beligerancia que relegados y más nunca, no concluiría Leonardo.

    Al despertar al jilguero al final oyó José cantar a lo lejos segundos, o si no aun menos. Delante de Leonardo todavía también, evocó o supuso carta apócrifa, de intento demasiado literario (falso), José: “Maese Boscà, ponderado señor: Hubo trovas vuestras que he tenido de bien por lectura concedida en pos de vuestra munificencia a mí, aprendiz siendo del arte, no como vos por cálamo consumado y maestro… En cuanto habéis preguntado del tiempo cuando en Florencia convine con el maestro Leonardo, do composición mal venida del fresco de la batalla, según el maestro, el arte estaba en suspender un caballo en el tiempo, el aire, el pincel, por cotejar. La nobleza, la proporción, la comprensión, el matiz memorioso representando al caballo remontado en dos brazos, habló… Reza elegía de Propercio que en la fuente de Pegaso, la musa ablucionó al poeta láureo y el caballo alado volvía a hacer del manantial, el Hipocrene, el mismo poema a leer…  Entera y francamente vuestro, Hernando Yáñez de la Almedina".

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